martes, abril 25, 2006

Una nueva ficcioncita















Esto y el otro

Supongamos que acá le presento al personaje. Puede que diga su nombre o puede que lo omita. Después lo pondré en un lugar y un tiempo. Aunque tal vez mejor lo deje en el limbo tempo-espacial (su ubicación de todas maneras corresponderá a su imaginario de lugares y tiempos, no al mío). Lo haré pensar en algo, en alguien, anhelar un lugar, un tiempo, recorrer una ciudad, una calle, una habitación, un bosque, la mente de alguien, lo dejaré quieto en un café, en una cama, en un escritorio, en una fila de supermercado, en una sala de espera. Estará en una situación definida y clara, o definida y confusa, o confusa e indefinida (eso dependerá de qué tan ordenada sea su lectura, de qué tan interesado esté en el cuento). Habrá más personajes, decisorios en la trama o meros trasfondos que darán sentido al ambiente. Tendrá coherencia o no, será fantástico o absurdo, o fantástico y absurdo (haga usted las variantes). Hablará por si mismo o a través mío o desde la voz de otro, o sencillamente no hablará, irá de lugar en lugar, sacudido por las situaciones. Para el final reservaré las usuales cadencias, buscaré un efecto o la ausencia total de él (en ultimas más efectivo). Y aunque todo lo anterior tiene un orden, cada parte puede ser autónoma, y constituir en si el cuento, o estar combinada con otras en orden aleatorio, dependiendo como ya dije, de qué tipo de efecto se quiere; o si no se quiere un efecto preciso, dejar abierto el cuento para posibilitar múltiples lecturas, más que las que el número de potenciales lectores pueda darle. Supongamos entonces, que le doy un nombre. Bien podría ser K o W, pero de seguro sabrá que K ya se ha usado en otras historias, por le que mejor opto por el segundo, W. Ya lo tengo, está ahí, asomándose por esta página virtual, ya es algo, pero aún no es nada. Qué hace, qué piensa, dónde vive, con quién vive; puede que sean cuestionamientos útiles a la hora de definir su carácter, su personalidad, eso sólo lo sabrá usted, para quien W es ahora un trabajador de oficina, que pasa las horas, los días, los años frente a una pantalla, viéndoselas con números y letras digitales. W es un cajero en un banco, y bien sabe que su trabajo lo hace una máquina que no descansa nunca, que despacha billetes, paga servicios y transfiere dinero a una velocidad de máquina, es decir, no humana, más rápido. Pero eso no le molesta a W, la verdad, su trabajo le tiene sin cuidado. Podría decir que W, en realidad se llama Walter, y vive solo en un apartamento del centro, o que es solitario y virgen, y cada noche se masturba dos veces para poder conciliar el sueño, podría decir en qué piensa mientras lo hace o que no piensa en nada ni nadie, pero ya dije demasiado. Ahora es alguien, y usted empieza a visualizarlo, lo ve detrás del aparador del banco, con su peinado ridículamente anticuado, con sus maneras refinadas y artificiales. Lo imagina en su cama de noche, moviéndose frenéticamente bajo las cobijas hasta que llega el último gemido, el definitivo. Pero no le dije que él no se masturbaba en la cama, como era previsible, sino en el baño, frente al espejo. Detalles que puedo obviar a mi antojo, dependiendo como ya le dije, del efecto. Podría dejarlo así, en sus días monótonos y en su onanismo exasperante. Pero nada de eso tendría mucha gracia. Mejor aprovechar que ya lo ve, que es alguien en quien usted cree, es realidad. Ahora lo quiero sentado en un parque, leyendo un libro de autoayuda, o el horóscopo del día. Que sea el horóscopo entonces y que diga lo siguiente: No es bueno por ahora corresponder a todas las actividades sociales, la verdad es que esto puede crearte serios problemas económicos por falta de control en los gastos. Tus logros vienen del apoyo familiar. Walter termina de leer esto y piensa en lo estúpido de todo aquello. Su vida social es inexistente, y por lo tanto el dinero destinado para ello espera vanamente justo en el mismo banco donde trabaja. Su familia le dejó de hablar hace 6 años, cuando decidió irse de casa para aventurarse en un viaje a todas luces absurdo por América del sur, que lo sumió en la melancólica seriedad con la que desde entonces asume los días, por no decir que la vida. Usted ve a Walter pararse de la silla, porque sin duda estaba sentado en una silla de ese parque,y sabe que sus pasos torpes corresponden a un estado de ánimo. Lo ve deambulando por la ciudad con la firme intención de simplemente estar por ahí. Está acaso dirigiéndose hacia un supermercado, puede ser, aunque puede ser una droguería, o un supermercado con droguería. Nuestro Walter come y se enferma como todos, pero usted intuye que no va a comprar alimentos. Lo vemos de nuevo en el apartamento (yo también empiezo a verlo fuera de mí), sacando lo comprado de las bolsas. Qué saca de ellas, por qué se dirige al baño. Lo que sabemos ahora es que se encierra allí. Pasan minutos sin que tengamos noticias de él, hasta que oímos un grito similar a un gemido, o un gemido similar a un grito, después el silencio. Walter está tirado en el suelo del baño, inmóvil. Si vamos un poco más arriba, sobre el lavamanos vemos un montón de papeles, que bien podrían ser una extensa nota suicida, pero pronto nos damos cuenta que los papeles son una revista, y que en ella hay semen derramado. No habría que agregar nada más, usted sabe bien que W saldrá del baño, y que se masturbará de nuevo en la cama para poder conciliar el sueño. El cuento ha terminado y su afecto es definido e intencional. Pero queda algo más por decir, y es que usted, un lector perspicaz y sabio, sabe que el cuento no fue ese, sino este que aún continúa. Y que a los dos nos hubiera gustado que fuera sólo el otro.

lunes, abril 17, 2006

Good morning heartache



















Escucho cantar a Billie Holyday. Está justo en la sala de mi casa invadiendo el espacio con su extraña y cálida voz. Ella me acompaña mientras escribo esto y lo hace todo más fácil.

Hoy me entrevistaron para un programa de televisión. El motivo de la entrevista fue mi último escrito publicado acá. En él hablo sobre mi relación con los buses. También breve y confusamente doy mi opinión sobre una tendencia en el arte bogotano; que ha llevado a las galerías, tiendas de diseño, moda, bares, etc. La cultura popular.

El programa de televisión tratará ese tema y para hacerlo interesante buscaron una voz contraria: la mía. (lo interesante no es mí voz, sino que es contraria)

Con motivo de la entrevista tuve que buscar en http://www.populardelujo.com/ lugar del que saqué el artículo que critico, para ver que pensaba en serio. Pues aunque mi posición allí parece muy clara, se fundaba en una percepción superflua del tema. Estaba hablando mierda. Lo que encontré fue una buena página, que poco tiene que ver con su título. Creo que en un principio quisieron documentar una especie de memoria estética de la ciudad, pero sin duda los aportes de distintas personas han hecho que sea mucho más y que por lo tanto su nombre no corresponda con el contenido o con gran parte de él. Aún así, mi pequeña búsqueda sirvió para afianzar un presentimiento, un malestar al respecto. Les aclaro que sólo sirvió para eso, porque la entrevista fue un desastre: hablé mierda. Pero a todas estas, qué hacía yo, un pianista en formación, opinando sobre las tendencias del arte en Bogotá ¿Dónde están los artistas que deberían ocupar esos espacios? En fin. Allá ellos.

Pasando por encima la precariedad de mis respuestas durante la entrevista muy urbana que me hicieron, agregaré más ideas al respecto por escrito, campo en el que me defiendo mejor. Y quiero poner una cita en este punto de Nabokov pero no la encuentro. Me aventuro igual a decirla de memoria, dice Nabokov de él mismo: “pienso como genio, escribo como autor notable y hablo como un niño”. Yo me siento identificado con lo de hablar como un niño, claro que hay unos niños…

Un día fui a una fiesta de estudiantes de los Andes. Y acá se me ocurre un chiste parafraseando a Nabokov (aprovecho que el disco de Billie se acabó y automáticamente se puso uno de música colombiana viejita). Los uniandinos pagan como en Harvard, piensan como buenos profesionales promedio, y hablan como idiotas. La fiesta era temática, o eso pretendió serlo, el tema: los 80’s. Los que se animaron buscaron en sus armarios y en los de sus hermanos y hermanas ropa de aquella década. Se la pusieron aunque no cupieran en ella y así se presentaron. La fiesta no era nada especial, un montón de ingenieros aburridísimos haciéndose los chistosos, nada más patético. Pero el punto interesante y relevante para este escrito, vino cuando los asistentes empezaron a poner nombres con un marcador negro en pedazos de cinta de enmascarar, para en seguida pegárselos en el pecho, a manera de identificación. Los nombres no eran los propios, sino los sacados de su imaginario de pobreza: Usnavy, habsleidi, Jaider y así… yo les seguí el juego, y puse en mi pecho mi segundo nombre: Ronald. No sé qué buscaban con esto, pero sentí malestar, no por que mi nombre estuviera entre los “chistosos” sino por lo que en su inocente juego plantearon los ingenieros con tan poco humor. Estaban jugando a ser pobres.

Hace unos días fui a un restaurante que dedica sus esfuerzos culinarios e hacer de sus platos una suerte de criollismo sofisticado. Hay envueltos de maíz con salsa de maracayá y helado de vainilla, onces de chocolate con queso y panes boyacenses, y varias propuestas de la cocina vernácula, combinada con elementos propios de la cocina contemporánea. El postre con envuelto de maíz es sin dudas un logro, pero pagar por un chocolate con queso 8.000 pesos, es un robo. Igualmente hay un restaurante de reciente inauguración, dedicado a la cocina colombiana, con precios exorbitantes, a platos que en su contexto son más bien económicos, y hasta más ricos. Pero todo esto hace parte de una tendencia que quiere darle “estatus” a esos productos que llamamos populares, hacerlos válidos para las élites. Ahora un niño bien puede comerse una aguapanela con queso y no sentirse un pobretón muerto de hambre. Está relacionado también con la idea uribista de una Colombia pujante, echada pa adelante, orgullosa de sus particularidades, en suma, una campaña chovinista asentada en un sentimiento vacío respecto a un país, que no tiene en cuenta a la gente, sino sus imaginarios de consumo. Es como si estuviera de moda ser pobre. Obviamente el “ser pobre” pensado desde su estética y gustos, no desde el verdadero significado de serlo, es decir, pagar mucho por serlo, para no serlo.

Otra corriente muy aceptada es la de aprovechar la lengua para agredir “inocentemente”, y resaltar una carencia educativa. Un bar carísimo del norte se llama mailiroldarlin (my little darling). Su nombre es una transliteración, pero una particular, que nos habla de cómo llegan algunos al idioma ingles. No porque sus colegios hayan sido bilingües, ni porque hayan pagado por cursos particulares, sino por la precariedad con que se enseña esta lengua en los colegios públicos. Bien sabemos que asi no se dice ni se escribe, pero es muy play (plei) jugar a no saber, a ser pobre. (El inglés no debería ser la única lengua que se enseñe y ser bilingüe, aunque muchos no lo piensen así, implica hablar al menos dos de las miles de lenguas que hay en el mundo). El nombre de este bar se aprovecha de esa carencia, los ingenieros de la fiesta se burlan de la inspiración que lleva a las personas pobres a ponerles ciertos nombres a sus hijos. Pagar por un tamal 20.000 pesos, nos dice que lo pobre vende.

Hace ya un buen tiempo que no suena Billie Holyday, por eso se me hace difícil escribir.

Creo que las expresiones populares son mucho más de lo que un grupo de niños ricos creen, y que su aprovechamiento no corresponde a una identificación, o a una búsqueda verdadera. Es más un lugar común, una forma fácil de hacer arte y vender.

domingo, abril 09, 2006

Mi relación con los buses y el asombro uruguayo

Se me pidió escribir y criticar, para ver con qué salgo, respecto a un tema que conozco bien, no porque lo haya estudiado a fondo, sino porque he vivido en él y desde él; se trata del transporte público en Bogotá, y para ser más específico, de la disputa entre el viejo sistema heterogéneo y caótico de buses multicolores; mucho humo, pito a mansalva, y el aparentemente servil y pulcro transmilenio.

Pero antes de empezar, les pido remitirse al siguiente enlace metatextual: http://www.populardelujo.com/libro_01/textos/pdf/cebollero.pdf (no metrosexual) donde encontrarán un artículo de Mauricio Carreño sobre el mismo tema. En él, añora la perpetuidad del viejo sistema, apoyado en un amor desmedido y esnob (muy de moda hace unos años entre universidades bien que enseñan arte) por la cultura popular, amor que no pasa de un mero reconocimiento iconográfico, y de una vacuidad emocional asociada a ciertos elementos naturales al desenvolvimiento estético de las sociedades fuera de los contextos académicos, es decir, descubrir que la cultura popular tiene una estética tan válida y rica como cualquier otra nacida de los círculos intelectuales. Agua hervida. Los pobres son play muy a su manera. Que raye marica.

No es mucho lo que puedo aportar o decir. No estoy ni en contra ni a favor de ninguno, pero debo reconocerle a transmilenio el que haya podido leer varias novelas, cuentos y artículos, sentado en sus sillas rojas (y a veces azules), sin que mi retina peligrara tanto, porque desde que las lozas empezaron a hundirse, mis lecturas también se fueron hundiendo, y mi astigmatismo se fue subrayando con cada hundimiento. Pero fue allí, aún a pesar de ese pequeño inconveniente, donde leí Abbadon el exterminador, America, El libro de Manuel (no la de kafka), El síndrome de ulises, varias malpensantes, De carne y hueso, Angosta, El último round, la vaca, la información, y últimamente, la amena Experiencia, de Martin Amis. Estoy seguro que si hubiera leído esos libros sentado en una buseta, un cebollero o un colectivo, estaría casi ciego.

Recuerdo que empecé a montar solo en bus a eso de los 12 años, cuando iba a entrenar natación al club comfenalco (ahora colsubsidio). Cogía muy al frente de mi casa un ejecutivo (a veces superejecutivo) y al poco tiempo llegaba a mi destino. En esa época vivía en Suba. Fui muy chiquito hasta que me pegué el llamado "estirón", que no fue sino un estironcito. Me alcanzó para el 1:74 de estatura que mi cédula atestigua algo fraudulentamente. Por esta razón, cuando debía bajarme del bus, o recurría a la ayuda de alguien con la altura requerida (nunca una mujer) o saltaba agarrado al tubo oxidado, haciendo puntería con el dedo para dar en el reducido círculo asignado como timbre. Toda una labor harto dispendiosa y sin duda aflictiva, a esa edad donde todo me parecía bochornoso. Desde ahí las cosas empezaron mal, sería una relación unida por el odio y el tedio.

Pero los buses me dieron la oportunidad de no ir en la ruta del colegio, eran una alternativa interesante, que me permitía bajar a Unicentro (muy cerca a mi colegio) jugar maquinitas con mis amigos después del estudio, y después ir a mi casa, con poca plata, pero la satisfacción que le da a uno la independencia. El bus sin duda significa para mí independencia.

En la universidad la llamada independencia se fue para el carajo, y en su lugar empezó a acomodarse en mi espíritu, un resentimiento hacia esas cajas ruidosas, atestadas y lentas que eran los buses. Ir hasta los Andes desde mi casa y volver después, era a todas luces un suplicio.
Cómo me hubiera gustado poder leer algo en esos momentos estáticos en la séptima, en la 127, en la Suba.

Paulatínamente fueron llegando los buses rojos, con toda su renovación urbana y ciudadana. Pero nunca me han servido mucho. Para ir al portal del norte, la estación más cercana a mi casa, debo coger un colectivo o caminar 15 minutos hasta la parada de un alimentador. Lo bueno de empezar los recorridos en un portal, es que hay muchas posibilidades de conseguir una silla, lo que en mi caso significa: leer.

Creo que la discusión no es muy interesante, siempre pensé que Bogotá se merecía un metro, pero nos vendieron esta solución y ya que se le va a hacer. ¿Les colocamos vírgenes y figuras religiosas y hacemos retablos rojos y acolchonados en la parte delantera de los buses articulados para contentar a los que creen que se pierde autenticidad y cultura por montar en transmilenio?. ¿Cierto que suena ridículo?. Me gustaría que el sistema fuera menos excluyente, que los vendedores, como en el D.F, pudieran subirse a decir su carreta, que las estaciones tuvieran baños y comercio, que hubiera descuentos para estudiantes, que las malditas lozas paren de hundirse, que el alimentador llegara hasta la puerta de mi casa, que nadie se crea mejor persona por dejar sentar a un viejito, que la lástima impuesta no sea el motivo, en fin, muchas cosas. Pero me conformo con poder leer algo mientras voy a la U. Algo es algo. Deje así.

Por otra parte. El informe semanal que me dan sobre el movimiento del blog, me dice que hay varios uruguayos leyéndolo ( o al menos visitándolo), más que colombianos. Como el hecho me parece insólito, y por lo tanto interesante, les mando un saludo a los uruguayos que lean estas páginas, y les digo que fui al festival de teatro a ver una obra uruguaya que me gustó bastante. No es más por ahora. Con esto salí.