domingo, septiembre 25, 2005

Algo pa pasar el rato entre los otros ratos

Ya son varios días de no publicar nada. Al parecer el impulso creativo no era de largo aliento. Aunque la verdad es que pasaron muchas cosas. Estuve enfermo y aún no me recupero del todo, me tuvieron en el filo toda la semana a punta de emociones fuertes que mi corazón ya aprendió a filtrar para dejarlas suavecitas. Pero igual pasaron y se quedarán por un buen tiempo.

A mi blogsito sin visitantes no le auguro muy buen futuro. Publicaré lo que he escrito, sólo para sentir que hago algo, que me muevo, que me intereso en el futuro, que soy útil. Tambien escribiré cuanta cosa se me ocurra, depronto entre tanta basura sale algo que valga la pena, algo que al menos alguien lo pueda valorar en un mercado de las pulgas, un mercado de las pulgas literario, de las pulgas de las palabras.

A quien visite esta página le pido encarecidamente no pase desapercibido, le pido que se manifieste, asi sea con improperios, que en medio de esta nada me sonarán como encumbrados elogios de estilo y con estilo.

Por hoy no es más, me esperan los aburridos deberes.

miércoles, septiembre 21, 2005

Ficciones de un cronopio solitario


Un día cualquiera

El verano era grandioso. Los días empezaban a alguna hora, de eso puedo estar seguro, pero a esa hora incierta donde la oscuridad venia a ser reemplazada por un sol omnipresente, yo siempre estaba durmiendo. Solo sé que los días empezaban mientras yo dormía allá arriba, en el cuartito improvisado que Arrigo construyó especialmente para mi estadía. Cuando por fin decidía levantarme, en la casa, o más bien, en ese lugar donde Arrigo con toda digna resignación propia de su edad, decidió vivir, reinaba la desolación, porque sería un eufemismo llamarle silencio. Yo igual nunca me sentía en casa, lo único que me hacía levantar diariamente para comprobar que el sol seguía saliendo y mi desespero por irme de ese lugar aumentando, era el paseo en bici hasta la ciudad para estudiar en los pianos del conservatorio. Era estar una hora entre sembradíos de tomate y cielos limpios que, a mi ritmo irregular y caprichoso, podía expandirse en eternas jornadas de contemplación. Además me han gustado desde siempre las variaciones, como desviarme para conocer un arroyo, meter los pies tímidamente y mirar hacia las copas de los árboles meciéndose al azar del viento, o ir hasta esa fabrica abandonada y sentir el miedo primitivo al olvido y la belleza singular de lo olvidado.

Después vendrían los ritmos propios de la ciudad. Parecía imposible que un puente cambiara de manera tan abrupta mi percepción del espacio. De un lado todo ese verde, ese rojo y ese azul peleando por figurar, del otro, el verano se debatía en colores distintos. Pero en la ciudad también se estaba bien; en plazas y cafés, en el aire denso y aromático que lo contaminaba todo y sumía a sus habitantes en un sueño letárgico de siestas después del almuerzo y tiempo para el ocio tras una cerveza o varias, consumidas lentamente. De eso estaban compuestos mis días.

Al llegar al conservatorio me dirigía a esa funcionaria extraña que ellos llaman “videla” y le pedía un piano, la videla, siempre distinta, solía ser una señora mayor de 60 años, que dependiendo de su estado de animo o sus prejuicios étnicos adjudicaba un salón de estudio, algunas veces con un stainway, donde me acomodaba intimidado, pero poco a poco me acostumbraba a todo ese sonido, que parecía increíble fuera ocasionado por mis dedos; otras, con un piano que aunque de cola, bien podría no serlo y sonaría igual. Estos los abordaba con desinterés tocando escalas y estudios. De vez en cuando golpeaban a la puerta, casi siempre era la videla que quería cambiarme a otro piano o limpiar el teclado y abrir las persianas. Pero una vez no fue ella.

Al abrir la puerta me encontré con un muchacho que ya había visto antes por los pasillos del conservatorio y lo recordaba bien, de andar nervioso y apurado, siempre solo. Se quedó callado al verme, forzándome a decir algo improvisado. Acerté a decirle que qué necesitaba, toscamente. Sonrió incómodo y disculpándose, respondió que sólo quería oírme. Lo invite a seguir y aproveche para abrir las persianas y finalmente verlo bien. Era un muchacho de unos 18 años, flaco, muy blanco, un poco más alto que yo, de ojos claros y aspecto infantil. Por alguna razón empecé a sentirme perturbado. Él se sentó en una silla de esas que usan los otros instrumentistas y calladísimo esperó a que me acomodara de nuevo y empezara a tocar. No supe bien si seguir con el prokofiev, aún lo estaba estudiando y muchas partes estaban sin armar, sentí que debía impresionarlo. Arranque con una fuga del clave y debido al calor que hacía en el salón, mis manos sudorosas y la fuerza de su presencia, empecé a errar notas. Él pareció notar que me estaba incomodando y silencioso como hasta el momento había sido, se levantó y casi susurrándo me dijo que mejor me dejaba estudiar tranquilo. Le hice un gesto con la cabeza y enseguida se fue. Me sentí estúpido.

Al salir del conservatorio pasé por el Dubliners, un bar irlandes que quedaba a solo unos pasos y pedí una cerveza. El local estaba casi vacío, una pareja dialogaba en la barra y dos hombres solos fumaban en rincones opuestos.

La escena con el muchacho en el conservatorio no lograba encajar del todo en mi cabeza. ¿Qué lo hizo alejarse tan rápido? ¿Por qué no fui capaz de hablar un poco más, preguntarle por su nombre al menos? ¿Por que me puse tan nervioso tocando esa fuga? Estaba en esas preguntas cuando en la puerta aparece, me mira y sonríe, esta vez naturalmente. Se acerca a mi mesa y se sienta en una silla antes de decir cualquier cosa. Después me alarga la mano y sin más me dice que se llama Lucca. Hago lo mismo y lo invito a una cerveza. Su actitud era muy distinta a la de esa tarde en el conservatorio, aunque seguía teniendo aspecto infantil advertí que de ninguna manera se acomodaba al prototipo que me había creado de él. Ahora parecía más seguro y hablador. Supe que no era pianista, que ni siquiera tomaba clases en el conservatorio, aunque su madre si lo era. Él sólo sentía curiosidad por los músicos y a veces entraba al conservatorio y pasando desapercibido hasta para la videla, lograba acomodarse en algún rincón cerca de una ventana o una puerta para escuchar. No le gustaban los conciertos, pero si los ensayos. La cerveza se acabó y sin meditarlo pedimos otra.

Aún no era de noche pues los días eran largos, pero sabía que ya estaba tarde para irme hasta la casa de Arrigo en bicicleta, el camino no estaba iluminado y temía perderme, además la idea de pasar frente a la industria abandonada en la oscuridad, me aterrorizaba. Le dije a Lucca que tenía que irme, después de escuchar mis razones quiso acompañarme, yo, con esa aburridora formalidad bogotana, le dije que no era necesario, y él, en cambio, con su mejor cara de seriedad italiana, me dijo que le parecía indispensable.

El atardecer era fresco y se estaba bien afuera. Las cervezas que tomamos ya estaban dispuestas a salir y al pasar por un parque le dije que quería orinar, también yo, dijo riendo. Entramos al parque y tímidamente empezamos a orinar, uno muy cerca del otro, podía oír el sonido de su chorro golpeando contra el pasto. Yo mientras miraba hacia arriba, las primeras estrellas empezaban a salir y por un momento me perdí observándolas. Cuando volví en sí, ya no estaba orinando y supe que Lucca había estado pendiente de toda la escena, en un ataque de pudor me apuré a guardarlo y cerré la cremallera, él no paraba de reír. Nos fuimos del parque, él sosteniendo mi bici y yo caminando a su lado. Supe que no quería ir donde Arrigo esa noche, no quería verlo preparar la sopa insípida de siempre, no quería oírlo quejarse de cuanta cosa dijeran en la televisión, con esa manera simple de ver la vida, con ese desarraigo irreprimible con el que afrontaba los días.

Poco antes de llegar al puente me dijo que pasáramos por su casa ya que quedaba cerca y podríamos comer algo. Era un barrio de casas grandes, con antejardín y patio trasero, de familias adineradas y perros del más puro linaje. Su casa resultó ser la más modesta de todas, al menos en apariencia. Al llegar al porche y recostar la bici en la baranda, me dijo que su madre no estaba en casa y pareció alegrarse.

La casa por dentro no era menos modesta. Lucca me señaló el piano y con su cara esbozando una sonrisa me dijo que esta vez no me haría tocar nada. No pude evitar sentirme estúpido de nuevo. Antes de poder acomodarme en alguna parte me hizo subir a su cuarto. Siempre he creído que conocer la habitación de alguien es entrar, si se saben leer los detalles, en zonas profundas de su personalidad. Lucca dormía con su madre, me confesó. Le dije que había acabado con mis esperanzas de conocerlo a través de los signos que pudiera encontrar en sus cosas, o peor aún, había complicado todo. Me respondió que la mejor manera de conocer a las personas es haciéndoles preguntas inapropiadas, no pude objetar semejante argumento y aproveché para preguntarle por su mamá, algo me hacía pensar que eso podría ser inapropiado. Me estas entendiendo, dijo para evitar responder. ¿Entonces para qué me hiciste subir? Para que vieras esto, respondió mientras sacaba de una bolsa de supermercado unas fotos.

Lo primero que se me pasó por la cabeza fue alejarme corriendo de esa casa, salir y olvidar la bici, correr, simplemente correr hacia cualquier parte, tal vez llamar a Arrigo y decirle que me habían robado, que estaba solo y lo necesitaba. Pero lo que hice fue quedarme, quedarme a ver sus fotografías, las fui pasando una a una, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba cada vez más, cómo sus manos empezaban a recorrer mi cuello sutilmente.

Lamenté que todo hubiera acabado así. Su madre había llegado. Quitó sus manos sobresaltado y bajamos sin mediar palabra a la sala. Lucca saludó esquivando la mirada de su madre y me presentó como un amigo del colegio. Emma se llamaba, bonito nombre le dije, muy colombiano. Supe que no he debido decir eso y agregué que estaba de intercambio para justificarlo. No pareció importarle y me ofreció algo de comer. Lucca me cogió del brazo y me sacó de su casa diciéndole a Emma que ya íbamos de salida. No pude siquiera despedirme.

Desde el porche pude escuchar el piano tocado hábilmente. Quise quedarme, pero Lucca no me dejó. Te acompaño hasta el puente, después te tienes que ir solo, me dijo a manera de disculpa. Caminamos en silencio. Desde los ventanales de cada casa, en ese barrio elegante y sombrío nos llegaban escenas familiares, de esas que hace tiempo no disfrutaba. Hacía frío. Ya estaba totalmente oscuro y del otro lado del puente no se veía nada. Cruzamos hasta la mitad, donde él paró a despedirse, alargándome la mano. Lo miré a los ojos, tenía la misma expresión de esa tarde en el conservatorio. Le di un beso en la mejilla y caminé hacia la oscuridad. Justo al pasar el umbral donde terminaba el puente y empezaba la noche en el campo, me volví para verlo. Él hizo lo mismo desde el otro extremo y sonriendo, sorprendidos por la coincidencia, nos despedimos agitando los brazos.

No está de más decir que nunca lo volví a ver, ni que ya no vivo con Arrigo, ni tampoco, que recuerdo esa noche cada vez que paso por un puente.

Escritos chovinistas



Los únicos contactos que había tenido con Venezuela y los venezolanos fueron tan infortunados que si los tomo como hechos premonitorios no podría más que esperar lo peor en una semana de acentos extraños, europeos bronceados hasta puntos visualmente dolorosos, camas ajenas e incómodas y comidas políticamente correctas: sin nacionalidad, sin olor, sin sabor. En una isla caribeña famosa por sus playas y su industria turística, me veo abocado a recordar un incidente sucedido hace algunos años, en condiciones similares, donde un venezolano protagonizó un hecho bochornoso de nuestras vidas.


¿Entonces por qué no lo compra?

Viajar con mi familia en fechas decembrinas se ha convertido en una tradición y parece no tendrá ruptura hasta que mi hermano o yo dejemos la casa y demos comienzo al inevitable desmoronamiento de la estructura familiar simple y sólida que hemos conformado, pero ese momento parece estar lejano. Somos una familia promedio que sin embargo sufre de síntomas poco comunes, como el de tener contar con eso que entre el imaginario de la gente se conoce como “tendencias artísticas” en sus descendientes, que además sienten un serio desinterés por la descendencia. Aparte de esa nimia variante y otras que no citaré por carecer de importancia para este relato y que de alguna forma son aquellas que nos sacan del tedio sistemático de la sociedad occidental, somos a grandes rasgos una familia común, mamá, papá, dos hijos varones con siete años de diferencia entre sí, carreras universitarias, postgrado, ama de casa, carros, casa, electrodomésticos, planteamientos inútiles, conversaciones sin más motivo que el dejar en claro que nuestros puntos divergentes son irreconciliables y finalmente un sincero deseo por encontrar esos momentos que nos hacen creer que es válido y necesario todo ese aparataje.

Solemos viajar siempre a lugares distintos y con excepción de nuestro primer viaje a Europa que en todo fue excepcional, nos gusta (eso creemos o queremos pensar) viajar en planes turísticos ideados por la maquinaria del placer la diversión y el entretenimiento, claro está, estos siempre entre comillas ya que son sustantivos de naturaleza perversa cuya definición en semejante contexto es siempre vergonzosa.

A dos días de distancia del golpe inicial de encontrarse en un lugar que se sustenta casi exclusivamente de las divisas dejadas por el turismo voraz, que tiene en el consumo su único fin, no me queda más que verme inmerso en sus ritmos y en sus reglas, como en aquel viaje a los parques del sur de la florida, el viaje ideal de todo niño y de todo adulto que no haya ido de niño, viaje que hiciéramos hace algunos años y que en sus ritmos y sus reglas fue similar a este: planes familiares en paraísos consumistas donde se te ofrece placer, diversión y entretenimiento como cocktail perfecto que en medio de la saturación visual producida por la industria del neon, todo deslumbra e impresiona; o estas allí metido en la promoción de un condominio de tiempo compartido que te quitará medio día de tu vida por un boleto para un parque, ó no estas.


Esta vez seríamos comensales de un venezolano de unos treinta años, grande y barrigón, que en su apariencia alegre y saludable escondía todo el fango del sistema. Antes que nada seríamos invitados a un desayuno con exceso de calorías que reposaba tristemente en bandejas de buffet; la utilería preparada para el engaño en el recinto aséptico de una sala de ventas con tapete de figuritas y colores fuertes, el siguiente ingrediente sería la cortés imposición de un ideal familiar mediante argumentos fulgurantes, los destellos del fango se filtran por entre las frases armadas que expulsa el venezolano en su maniobra calculadamente amable.

Proyectos gigantescos que incluyen nuevos parques, esplendorosos hoteles y restaurantes, tiendas, centros comerciales y autopistas, piscinas y jacuzzis, espejos, plástico y neon. Todas las artimañas de una industria de fachadas y soles perpetuos que se alimenta de ilusiones que ella misma posiciona en nuestro imaginario y que en las ambiciones de la familia promedio teje su inextricable red y sin pudor, se burla de toda la inmundicia que produce y desecha, ante la mirada desidiosa de todos nosotros.

Entre tanto fango, llegaron poco a poco las preguntas financieras El venezolano en este punto cambió de tono y endureció su rostro. Disparaba preguntas y anotaba en un papelito; nuestro perfil, claro está, era el de Muy Posibles Compradores. Creo que la billetera de mi papa llenaba todos los requisitos. La alegría se le notaba al venezolano en cada poro y sonriente nos hizo salir de la sala de ventas para mostrarnos la fastuosa adquisición que debíamos hacer, si queríamos mantener en equilibrio el universo, porque ya la situación se planteaba en esos términos. Nos condujo a través de un sin fin de edificaciones de dos pisos en las que predominaban el gris y el café. El trayecto hasta la casa que, desde el principio de los tiempos había sido asignada para nuestra felicidad, lo hicimos en un carrito de golf. Nuestra manzana era la 4D, y nuestra cabaña la 423. En realidad podía ser cualquiera, pero en palabras del venezolano, sólo esa podía ser, ya que el orden del mundo así lo exigía.

Entramos a la cabaña y en ninguno de nuestros rostros parecía percibirse la felicidad de haber encontrado la razón de una existencia, pero el venezolano pareció no notarlo y continuó con su monólogo repetitivo de habitación en habitación. La decoración era más o menos lo que yo me esperaba: espejos, brillantes y pésimo sentido estético, que a los ojos del venezolano, claro está, eran el gran ideal de toda familia que buscara el bienestar, la felicidad…El reproductor de cintas en la mente de ese señor parecía haberse trabado y empezaban a hacerse insoportables sus palabras y el énfasis innecesario que ponía en ellas. El punto culminante de nuestra expedición por el mundo del “tiempo compartido” (que nombre) se produjo cuando el venezolano preguntó desafiante ¿no es hermosa? Y mi padre, mirando casi con asco en torno le responde: pues ni tanto, parece un motel. La palabras permanecieron suspendidas en todas nuestras mentes, pendidas de una risa burlona que se tradujo en un gesto grosero e inaudible del venezolano, reproducido infinitamente por los espejos del recinto, y un cambio radical al trato amable y cortés con el cual comenzó nuestro periplo tortuoso por el fango mágicamente maquillado de la florida.

De ahí en adelante se desenmascararon las sonrisas y la cortesía se fue pal carajo.

El venezolano nos montó resignado en el carrito de golf y empezó su discurso de loas al producto que vendía, a la arquitectura, al diseño, al lugar; mientras nosotros solo esperábamos a que se callara para descansar los oídos de su fastidioso acento.

Al llegar a la sala de ventas, todos entramos con cara de haber sido vomitados por un perro, cuando decenas de familias eran indagadas por la GESTAPO financiera y su pasado y presente económico era diseccionado para gusto de no se cuál mente perversa, esa que tras bambalinas nos observaba detenidamente en las pantallas del circuito cerrado.

Entramos y nos sentamos obedientemente a esperar el fin de la tortura, para poder irnos finalmente a un parque a hacer filas interminables. El venezolano no tenía más cosas en mente y como si no hubiera entendido nada, continuó con su perorata gastada. Se atrevió a preguntar si nos había gustado, algo alterado. Mi papá, en un gesto que aún no comprendo, le respondió que sí. ¿Entonces por que no lo compra? Replicó el venezolano. No sé si la presión de no recibir los tiquetes para el parque al no quedarse escuchando los disparos del tipo ese o el aire enrarecido por la calefacción, hicieron que mi padre no respondiera, pero así fue. Al ver, el venezolano, que lo único que queríamos era salir de allí, desistió de su deleznable propósito y nos dejó ir con los boletos, que ya en el auto rentado, vimos como el escuálido trofeo a la resistencia que eran. Nos parecieron insignificantes, por ellos habíamos perdido medio día de nuestras vidas, y ahora nos dirigíamos sin ánimo a un parque de diversiones mágico y enorme, construido sobre el fango del patio trasero de los estados unidos.

Desgracias y gracias de un cronopio cualquiera


Pues aqui empiezo mi blogsito, tal vez inoportuno, como toda reacción del ego, pero con las peores y tambien las mejores intenciones, con lo más sucios e inmaculados deseos, con todo mi intelecto y flagrante estupidez, con las palabras que conozco y con las que no, con mis ganas de ser un cronopio y con la frustación de serlo, con todo el dulce y toda la amargura de esta vida que tengo que decir es mia, pero no tan mia como para creer que este blog se trata sólo de eso, no, tambien hay cosas de ustedes, todo lo que ustedes son en mi, lo que quiero que sean y lo que detesto son. Este blog es lo que empieza siendo y no tengo ni idea lo que será. Es sencillamente un comienzo y el final de la nada.