viernes, junio 23, 2006

Adolescencia



El programa de Garay ya no existe, o al menos no como era entonces con él del otro lado. La emisora de La Javeriana se decidió por el Jazz ad nauseam y tan sólo Trapecio, el programa de los sábados en la mañana, vale la pena, a pesar de su frigidez. Garay anda ahora de novelista, después de un paso fugaz e intrascendente por la radio comercial al lado de la Gurisati, donde le tocaba alternar su refinado gusto con tandas de la oreja de Van Gogh y Bacilos o hasta cosas peores de “nuestra generación” (así reza su fastidioso y excluyente slogan), claro, no tan peores como mis discos del Richard, el rubio y lacio pianista de mi infancia.

Ese año, el de mi descubrimiento, empecé a comprar discos, impulsado sin duda alguna por los gustos de Garay, pues en mi casa y alrededores la música no parecía interesarle a nadie. Los primeros discos compactos que compré no fueron los de moda por esa época, a saber: Aerosmith, Lenny Kravits (el morocho sabrosón) y la canción Mister Jones de los Counting Crows, sino los de mi anacrónico interés. Recuerdo que en San Andresito de la 38 le pedí a mi padre tres discos: el Desintegration de The cure, The Joshua Tree de U2, y los grandes éxitos de The Police. Me compró el de U2, el de The Police me lo regaló en navidad en versión mejorada, porque en vez de los grandes éxitos llegó con la discografía completa recopilada en un set de cuatro discos compactos, incluía rarezas y B sides, todo un paquete para coleccionistas. El de The Cure lo compré yo mismo en una tienda del centro, cuando la oficina de mi papá quedaba en la 19 con tercera y yo empezaba a descubrir el comercio musical del centro. De Via Libre a la octava me paseaba buscando discos y aprendiendo a regatear por ellos. Así pasé ese año, oyendo la radio y buscando los discos de las bandas que oía en tiendas algo roídas que apestaban a porro y metal más ingenuo que macabro, y más baladí que interesante. El rock nacional aún era un puñado de buenas intenciones, pésimos músicos, peores cantantes y sonido garaje. La mejor de las grabaciones de entonces fue el ahora famoso Aquí vamos de nuevo de las 1280 almas, no en CD, sino en casete. En el colegio mis amigos oían la Peste, más o menos pasaron de muñecos de papel (el RBD de mí generación, con Ricky Martin al mando) al punk.

En octavo conocí a Jairo. El primer día de clases llegó con una lista de sus discos y la repartió a los del curso. Recuerdo que no conocía ni la mitad de las bandas que se encontraban en ella, había mucho rock en español y otro tanto del rock “oficial” en inglés. Su trabajo era grabar casetes, y le iba bastante bien, de paso nos sacaba de la ignorancia musical. Con Jairo hice una buena amistad, mediada por la música y su personalidad extrovertida. Le pedí que me grabara un par de casetes, no recuerdo bien de qué. Ese año empecé a ir a conciertos y a bares, el primer rock al parque hizo aparición con un elenco de lujo: Seguridad Social, Fobia, Aterciopelados (con su disco con el corazón en la mano, guitarra de flores y la abrumadora personalidad de Andrea). Acido bar era sitio de encuentro para saltar y tomar (los controles no eran tan estrictos) aunque yo aún no tomaba, y había fumado tan sólo una vez que me escapé del colegio en séptimo. Había entrado de lleno en la adolescencia.

Más para otra entrega

Mi primer camiseta de un grupo tenía este diseño, la boté hace poco, muy a mi pesar, por un tiempo sirvió de trapo.

miércoles, junio 14, 2006

De Richard Clayderman a Xenakis



Quise subir el siguiente escrito en su estado inacabado hace dos noches, en uno de mis recurrentes insomnios, pero no pude cargar la imagen que ven arriba. Hoy sí pude, así que aprovecho otro insomnio para colgar el texto aún inconcluso que hice aquella noche, donde de manera harto confusa empiezo a explicar mi relación con la música. Ahí les va.

P.D es oficial, este blog ya no tiene visitantes, tanto que el plural de la última frase sobraría si fuera sensato.

De cómo llegué a interesarme en eso que llamamos música

Cada tanto me acuerdo de que soy músico, y de que mis manos además de servir para muchos oficios cotidianos y otros varios, pueden hacer que un instrumento de teclado suene a algo como antiguo, como extraño, como anacrónico, y a veces atemporal. Que suene como a música. Y es que aunque la música sea lo que estudio y sea lo que pienso hacer por el resto de mi vida, larga o corta, en raras ocasiones logro la epifanía con ella, porque si de algo puedo estar seguro, es que la música revela cosas. La epifanía creo, no es necesaria para hacer música, pero sí para entenderla. Y aunque esta palabra le de un sesgo incómodamente religioso a lo que por convicción creo es la música y que nada de religioso tiene, la considero la más precisa para describir ese algo que es introducirse en los sonidos, y que supera en mi experiencia a cualquier otro arte. Pero no quiero meterme en discusiones bizantinas, aunque ya las haya propiciado. Escuchar música me hace acordar, aunque suene un poco tonto, que la música me gusta.

Recuerdo que de pequeño iba a clases de expresión corporal (así le llamaban a una hora divertidísima de jugar congelados en trusa y zapatillas) de violín y de algo así como gramática, aunque menos académico, con un profesor que llegaba borracho y su novia loca le hacía escándalo en plena clase. Pero ahí no entendía nada aún, todavía no sabía que me gustaba, tal vez porque no tenía talento y mi mayor papel en esa escuela fue la de ser un árbol en una representación del consabido Pedro y el Lobo. Más tarde ingresé al conservatorio. El examen de admisión consistió en una prueba de canto, yo canté una canción que me habían enseñado en el coro del colegio, hablaba de una bruja medio torpe, eso es todo lo que recuerdo.

Pero para seguir adelante tengo que volver un poco más atrás en mi niñez, y revelar un hecho que aunque bochornoso, explica en parte que, si bien no entendía que hacía montado todos los días en un bus que me llevaba por calles horribles a la escuela de música, sí había algo predeterminado, algo más fuerte que el mero azar. Tuvimos una casa grande en un barrio más bien humilde, como eufemísticamente le dicen a la pobreza. En esa casa me encontré con los acetatos de mi padre, y en ellos, a pesar de su precariedad y mal gusto, empezó mi interés por la música y sus revelaciones. Un disco de Richard Clayderman (espero que así se escriba) me abrió el camino de la buena escucha, aunque suene paradójico. Sé que es un pianista detestable, y su música hace parte de eso que en las esferas intelectuales se conoce como easy listening music, musak o música de mierda, y en las no tan intelectuales como música clásica. Mi padre tenía una buena colección de discos, y yo los oía sin cansarme, inventando coreografías de infantil ballet en la sala de la casa, que recuerdo estaba dominada por el verde oscuro del tapete y, si no estoy mal, por el estampado floral no menos verde de los muebles. Me podía pasar horas oyendo esas insulsas melodías y bailando a su aburrido compás, pero para mí era diversión pura.

Hecha la confesión, continuo con mi perorata que veo se podría extender bastante. Ya en el conservatorio, dejé con gusto el chillido insoportable del violín de luthier que me habían comprado y que ahora tengo alojado en un rincón de mi armario, y me metí en la clase de piano. El primer día que estuve frente a un piano, mi maestra de entonces me preguntó que por qué me gustaba el piano, yo le dije muy confiado de mi pueril erudición, que quería ser como Richard Clayderman. Hubo silencio, ahora entiendo por qué, pero entonces no lo sabía, tan sólo sabía que con sus discos pasaba ratos divertidísimos en la sala de mi casa, con los cojines desparramados por todo el lugar. En adelante mis gustos musicales fueron de los más convencional y predecible: rock en español, Milly Vanilly, etc, tampoco quiero asustarlos. Mi universo sonoro era pobre y empobrecido. El conservatorio logró hacerme odiar la música, y los discos del rubio y lobo pianista no volvieron a ser escuchados, hasta que un día, al llegar del colegio (estaba en séptimo grado, lo recuerdo bien) puse por accidente la emisora de la javeriana. Lo que oí me dejó impresionado, era un programa llamado los clásicos del rock, conducido por Juan Carlos Garay, donde Supertramp, Queen (de quienes ya tenía un casete, el primero que compré) Genesis, Led zeppelín, Greatful dead, Dire straits, Gentle Giant, The Police, The Clash y una lista mucho más grande, estaban al orden del día. Ese programa me introdujo en el rock, y de paso en lo que entonces llamaba la buena música, y que ahora con la carga de tolerancia que conllevan los años, llamo simplemente la música que me gusta. Pero se hace tarde y tengo que madrugar, así que dejaré para una próxima entrega la continuación.

martes, junio 06, 2006

Otro par

Olvido

Franz se puso a escribir como pudo, a pesar de que la tos no lo dejaba en paz un solo segundo. Era una carta dirigida a su amigo Max, en la que le ordenaba quemarlo todo. Cuando este la recibió, fue adonde le indicaba, recogió lo que encontró en distintas cajas y lo poco que había sobre el escritorio. Lo llevó a un lugar solitario a las afueras de Praga, allí lo roció todo con alcohol y encendió un fósforo. Antes de lanzarlo a la pila de papeles, pensó que mejor se guardaba uno de esos escritos, así que cogió una hoja de papel húmeda por causa del alcohol, y después de doblarla se la metió en un bolsillo. Camino a casa recordó la hermosa llama azul que propició y se alegró de haberlo hecho.

Su esposa Cogió el pantalón para lavarlo, y al revisar sus bolsillos se percató del papel, lo sacó y al darse cuenta de que en vez de palabras había un manchón de tinta, se decidió a botarlo.

Esa noche le preguntó a Max si el papel que tenía en el bolsillo era importante. El le lanzó una mirada inquietante y después de unos segundos agregó: no era nada, tranquila que no era nada.

Anticristo

Ese día al bañarse se percató de que en su pecho campeaban seis pequeños lunares. Cumplía sesenta y seis años, y si no fuera porque su nieto menor lo fue a llamar al baño, habría llegado tarde a la fiesta que le tenían preparada sus otros cinco nietos.

domingo, junio 04, 2006

Cuatro minicuentos de guerra












Mc Donalds y su aporte innegable a la estética bonarense


Insomnio

De su estómago brotaba sangre estrepitosamente, no podía creer que era eso para lo que me habían entrenado con tanto esmero y dedicación, que era eso por lo que sacrifiqué tener una vida normal. No me sorprendió que intentara apuntarme, ni que su bala me haya golpeado una pierna, era su última oportunidad de morir por alguna causa. Yo tenía que terminar con aquello y hacerlo de cerca, para saber finalmente de qué se trataba El Enemigo. Caí a su lado algo adolorido y pude ver las contorsiones de su cara, causadas, imagino, por el dolor. Oír sus gritos sordos que me maldecían indirectamente; yo entendía ese dolor, también era un poco mío. Pronto moriría, clavando esa mirada inexpresiva de los muertos en mi mente. Mi enemigo era él, pero él ya no está, ahora es sólo su mirada indolente que viene a visitarme todas las noches cuando pretendo dormir, como si tuviera una vida normal.

Irak

Cuando tengo miedo cierro las ventanas e ignoro lo que pasa afuera, pongo la música que mas me gusta a todo volumen y así, precariamente, logro atenuar un poco el estruendo de los bombardeos. Al rato logro tranquilizarme y hasta puedo quedar dormida a pesar de tanto ruido. Me pregunto cómo harán los que sienten miedo y no tienen ninguna ventana que cerrar y nada de música para atenuar el estrépito de los bombardeos.

Intercambio

Hoy mataron a mi hermano. Detrás de la puerta está ella, puedo oír sus gemidos. Mi padre intenta consolarla y de esa manera se consuela a él mismo. A mí nadie me va a consolar, vendrán más tarde a decirme que mi hermano se fue a estudiar a otro país de intercambio.

Realidad

Desde que su hijo regresó, no volvieron a alquilar películas de guerra, pues a él todas le parecían falsas.