miércoles, septiembre 21, 2005

Escritos chovinistas



Los únicos contactos que había tenido con Venezuela y los venezolanos fueron tan infortunados que si los tomo como hechos premonitorios no podría más que esperar lo peor en una semana de acentos extraños, europeos bronceados hasta puntos visualmente dolorosos, camas ajenas e incómodas y comidas políticamente correctas: sin nacionalidad, sin olor, sin sabor. En una isla caribeña famosa por sus playas y su industria turística, me veo abocado a recordar un incidente sucedido hace algunos años, en condiciones similares, donde un venezolano protagonizó un hecho bochornoso de nuestras vidas.


¿Entonces por qué no lo compra?

Viajar con mi familia en fechas decembrinas se ha convertido en una tradición y parece no tendrá ruptura hasta que mi hermano o yo dejemos la casa y demos comienzo al inevitable desmoronamiento de la estructura familiar simple y sólida que hemos conformado, pero ese momento parece estar lejano. Somos una familia promedio que sin embargo sufre de síntomas poco comunes, como el de tener contar con eso que entre el imaginario de la gente se conoce como “tendencias artísticas” en sus descendientes, que además sienten un serio desinterés por la descendencia. Aparte de esa nimia variante y otras que no citaré por carecer de importancia para este relato y que de alguna forma son aquellas que nos sacan del tedio sistemático de la sociedad occidental, somos a grandes rasgos una familia común, mamá, papá, dos hijos varones con siete años de diferencia entre sí, carreras universitarias, postgrado, ama de casa, carros, casa, electrodomésticos, planteamientos inútiles, conversaciones sin más motivo que el dejar en claro que nuestros puntos divergentes son irreconciliables y finalmente un sincero deseo por encontrar esos momentos que nos hacen creer que es válido y necesario todo ese aparataje.

Solemos viajar siempre a lugares distintos y con excepción de nuestro primer viaje a Europa que en todo fue excepcional, nos gusta (eso creemos o queremos pensar) viajar en planes turísticos ideados por la maquinaria del placer la diversión y el entretenimiento, claro está, estos siempre entre comillas ya que son sustantivos de naturaleza perversa cuya definición en semejante contexto es siempre vergonzosa.

A dos días de distancia del golpe inicial de encontrarse en un lugar que se sustenta casi exclusivamente de las divisas dejadas por el turismo voraz, que tiene en el consumo su único fin, no me queda más que verme inmerso en sus ritmos y en sus reglas, como en aquel viaje a los parques del sur de la florida, el viaje ideal de todo niño y de todo adulto que no haya ido de niño, viaje que hiciéramos hace algunos años y que en sus ritmos y sus reglas fue similar a este: planes familiares en paraísos consumistas donde se te ofrece placer, diversión y entretenimiento como cocktail perfecto que en medio de la saturación visual producida por la industria del neon, todo deslumbra e impresiona; o estas allí metido en la promoción de un condominio de tiempo compartido que te quitará medio día de tu vida por un boleto para un parque, ó no estas.


Esta vez seríamos comensales de un venezolano de unos treinta años, grande y barrigón, que en su apariencia alegre y saludable escondía todo el fango del sistema. Antes que nada seríamos invitados a un desayuno con exceso de calorías que reposaba tristemente en bandejas de buffet; la utilería preparada para el engaño en el recinto aséptico de una sala de ventas con tapete de figuritas y colores fuertes, el siguiente ingrediente sería la cortés imposición de un ideal familiar mediante argumentos fulgurantes, los destellos del fango se filtran por entre las frases armadas que expulsa el venezolano en su maniobra calculadamente amable.

Proyectos gigantescos que incluyen nuevos parques, esplendorosos hoteles y restaurantes, tiendas, centros comerciales y autopistas, piscinas y jacuzzis, espejos, plástico y neon. Todas las artimañas de una industria de fachadas y soles perpetuos que se alimenta de ilusiones que ella misma posiciona en nuestro imaginario y que en las ambiciones de la familia promedio teje su inextricable red y sin pudor, se burla de toda la inmundicia que produce y desecha, ante la mirada desidiosa de todos nosotros.

Entre tanto fango, llegaron poco a poco las preguntas financieras El venezolano en este punto cambió de tono y endureció su rostro. Disparaba preguntas y anotaba en un papelito; nuestro perfil, claro está, era el de Muy Posibles Compradores. Creo que la billetera de mi papa llenaba todos los requisitos. La alegría se le notaba al venezolano en cada poro y sonriente nos hizo salir de la sala de ventas para mostrarnos la fastuosa adquisición que debíamos hacer, si queríamos mantener en equilibrio el universo, porque ya la situación se planteaba en esos términos. Nos condujo a través de un sin fin de edificaciones de dos pisos en las que predominaban el gris y el café. El trayecto hasta la casa que, desde el principio de los tiempos había sido asignada para nuestra felicidad, lo hicimos en un carrito de golf. Nuestra manzana era la 4D, y nuestra cabaña la 423. En realidad podía ser cualquiera, pero en palabras del venezolano, sólo esa podía ser, ya que el orden del mundo así lo exigía.

Entramos a la cabaña y en ninguno de nuestros rostros parecía percibirse la felicidad de haber encontrado la razón de una existencia, pero el venezolano pareció no notarlo y continuó con su monólogo repetitivo de habitación en habitación. La decoración era más o menos lo que yo me esperaba: espejos, brillantes y pésimo sentido estético, que a los ojos del venezolano, claro está, eran el gran ideal de toda familia que buscara el bienestar, la felicidad…El reproductor de cintas en la mente de ese señor parecía haberse trabado y empezaban a hacerse insoportables sus palabras y el énfasis innecesario que ponía en ellas. El punto culminante de nuestra expedición por el mundo del “tiempo compartido” (que nombre) se produjo cuando el venezolano preguntó desafiante ¿no es hermosa? Y mi padre, mirando casi con asco en torno le responde: pues ni tanto, parece un motel. La palabras permanecieron suspendidas en todas nuestras mentes, pendidas de una risa burlona que se tradujo en un gesto grosero e inaudible del venezolano, reproducido infinitamente por los espejos del recinto, y un cambio radical al trato amable y cortés con el cual comenzó nuestro periplo tortuoso por el fango mágicamente maquillado de la florida.

De ahí en adelante se desenmascararon las sonrisas y la cortesía se fue pal carajo.

El venezolano nos montó resignado en el carrito de golf y empezó su discurso de loas al producto que vendía, a la arquitectura, al diseño, al lugar; mientras nosotros solo esperábamos a que se callara para descansar los oídos de su fastidioso acento.

Al llegar a la sala de ventas, todos entramos con cara de haber sido vomitados por un perro, cuando decenas de familias eran indagadas por la GESTAPO financiera y su pasado y presente económico era diseccionado para gusto de no se cuál mente perversa, esa que tras bambalinas nos observaba detenidamente en las pantallas del circuito cerrado.

Entramos y nos sentamos obedientemente a esperar el fin de la tortura, para poder irnos finalmente a un parque a hacer filas interminables. El venezolano no tenía más cosas en mente y como si no hubiera entendido nada, continuó con su perorata gastada. Se atrevió a preguntar si nos había gustado, algo alterado. Mi papá, en un gesto que aún no comprendo, le respondió que sí. ¿Entonces por que no lo compra? Replicó el venezolano. No sé si la presión de no recibir los tiquetes para el parque al no quedarse escuchando los disparos del tipo ese o el aire enrarecido por la calefacción, hicieron que mi padre no respondiera, pero así fue. Al ver, el venezolano, que lo único que queríamos era salir de allí, desistió de su deleznable propósito y nos dejó ir con los boletos, que ya en el auto rentado, vimos como el escuálido trofeo a la resistencia que eran. Nos parecieron insignificantes, por ellos habíamos perdido medio día de nuestras vidas, y ahora nos dirigíamos sin ánimo a un parque de diversiones mágico y enorme, construido sobre el fango del patio trasero de los estados unidos.

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