lunes, febrero 20, 2006

Con inicio nudo y desenlace

Caída

Quería que fuera una sorpresa. Habían pasado meses desde la última vez que se vieron. Hablar implicaba contar cosas que nunca se entienden bien por teléfono, y por lo tanto mentir; además odia tener ese tono cordial y distante con alguien que quiere tanto, ese tono que el tiempo se encarga de definir y que sólo lo inesperado puede alterar; por eso el viaje improvisado, por eso el regalo en su espalda, peleando un lugar en el morral negro comprado en alguna rebaja, con el sánduche de salame, queso feta y lechuga que siempre se hacía para sus viajes.

Viajaba ansioso por el reencuentro y porque volvería a la ciudad, la que despertaba en él una energía inusitada, un desenfreno que en su plácida y aburrida ciudad nunca encontró. Pero no sabía bien qué, en especial, lo ponía tan nervioso (Porque si primero dije ansioso, fue para darle un matiz menos severo, menos preocupante, pero la verdad es que sentía nervios).

La última vez dejó sus secuelas y ahora volvía para sacudírselas en el mismo ambiente. De alguna manera sus motivos eran muchos, pero se concretaban en el deseo de querer verlo de nuevo, lo otro sería una consecuencia de ese reencuentro.

Los audífonos estaban al máximo, le gustaba ver los paisajes desoladores de invierno con el filtro sonoro de sus caprichos musicales reventándole en los oídos. Escuchaba el último disco de Radiohead; su música parecía creada para ese momento, para un estado de ánimo como el suyo: inexplicablemente depresivo. El tren llegó sin retrasos, justo cuando el sol empezaba a ocultarse y la noche larga iba consumiendo piedra a piedra la ciudad.

Se deshizo con dificultad de la estación. Antes pasó por los baños del Mc Donald’s porque no le gustaba usar los del tren (parte de las secuelas estaban en ese lugar y quería poner a prueba su sistema nervioso). Orinó y salió sin verse en el espejo. Los audífonos se los había quitado antes de bajar del tren, así que afrontó la realidad sin banda sonora. Caminó por entre el caudal de gente hasta encontrarse del otro lado de la calle y comprobó finalmente que nada estaba tan mal como su corazón le hacía pensar, dentro de poco lo vería de nuevo y podría recuperar la tranquilidad que las estaciones siempre le arrebataban (pero bien sabemos que se encontraba intranquilo desde antes).

Bajó del autobús en un lugar impreciso para su memoria, creyó que recordaría donde se encontraba el edificio, pero siempre (tan sólo dos veces) había llegado con él caminando. Sin embargo no tardó en ubicar la pizzería donde por primera vez probó ese dulce sin igual que es el mascarpone. Quedaba justo al lado del edificio de apartamentos donde él vivía con otros estudiantes. Timbró y esperó a que alguien abriera. En la calle no había casi gente, a esa hora preferían estar en sus casas resguardándose del frío. No hubo respuesta. Timbró de nuevo y ya impaciente comenzó a mirar hacia arriba, como si de eso dependiera que en el apartamento se dieran cuenta de su presencia. Nada. Se pegó al timbre hasta que una vieja que venía caminando se acercó y con la actitud de quien demora la cosa, timbró en algún apartamento, una voz desde el intercomunicador le gritó que quien era, ¡SONO IO!, dijo enfática, y la puerta se abrió como respondiendo a una clave. La vieja lo miró al pasar y por alguna razón que aún desconoce, le sonrió mientras pasaba a su lado, demorando sus pasos. Con el pie trancó la pesada puerta y esperó a que la vieja subiera, no quería que pensara que era un ladrón.

Si timbrar desde afuera había sido inútil, desde adentro fue ridículo, era evidente que no había nadie (pero por qué insistió tanto). De nuevo en la calle, con su morral negro en la espalda, caminó hacia el centro de la ciudad (quiso caminar hacia el centro, pero sus pasos escogieron un camino desconocido. Si ponerse en marcha y pasar la calle en una ciudad, fuera tan fácil como suena, no tendría porque precisar nada de esto).

Poner el pie en la otra acera y seguir hacia donde las luces brillaban más; no le costó trabajo alguno, fue pasar por aquel parqueadero lo que terminó por definir la dirección de sus pasos y lo que en últimas, empezó por augurar una noche extraña (¿así lo quería?) no lo sabía, pero siguió el juego, una ceremonia lo esperaba en el umbral de ese parqueadero. Era cuestión de sutilezas, de simples detalles que un ser urbano coge al vuelo. El carro esperó a que él pasara y después entró al parqueadero. Una operación aparentemente ordinaria que si no fuera por la mirada de reojo, no se hubiera desatado (pero mirar de reojo cualquier cosa era su manía, no podía castigársele por eso). Pasó justo en frente del carro rojo y miro sin detallar a su ocupante, miró por mirar, por reflejo. Media cuadra más adelante el mismo carro salía del parqueadero y le seguía los pasos. Su corazón se disparó. Supo entonces que esa simple mirada había generado el primer eslabón de una cadena de sucesos; otra historia en la urbe, esta vez él sería el protagonista, el juego había empezado. Pero no estaba seguro, el carro pudo no encontrar puesto en ese parqueadero y salió en busca de otro (si fuera sólo eso no se justificaba el ritmo desbocado de su corazón). Dio media vuelta en la esquina y caminó hacia el parqueadero, sin perder de vista (siempre de reojo) al carro rojo, que pareció perderse entre las calles. Se detuvo delante de la entrada del parqueadero, no podía seguir en esa dirección, tenía que seguir por donde iba, así que retomo su camino hacia las luces brillantes del centro, las que se insinuaban por encima de edificios no muy altos y se reflejaban rojizas en la masa informe del cielo. No tardó en aparecer de nuevo, volvía y lo hacía evidente todo. Estaba ahí por él, lo buscaba. No podía esperar más, el juego se hacía monótono de esa manera, tenía que hacer algo, o paraba o corría, por supuesto corrió.

Sí, corrió, aceleró como el carro rojo que parecía empeñado en no darle tregua, en llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias (hasta ahora empezaba a saber qué significaba esa frase). La maleta galopaba en su espalda emitiendo un sonido estable, repetitivo, mientras los carros pasaban sin saber nada, sin intuir por qué corría ese muchacho a esa hora por esas calles; pitaban, estorbaban, maldecían. Corrió mirando siempre hacia adelante, corrió como nunca en su vida.

El carro rojo ya no estaba y la calle y la esquina y el parqueadero habían quedado atrás. Ahora sólo estaba el sonido de sus pulsaciones haciéndose un único y brutal espasmo que estremecía todo su cuerpo. Se sentó en el suelo. Descansó. Esperó.

Todos los carros, desde entonces, empezaron a tener ese color para él, pero en las multitudes del centro no importaría. ¿Donde estaba él ahora? ¿Con quien? (el episodio del carro había sido sólo un distractor, sus verdaderos temores acechaban de maneras menos evidentes).

Ver la estación desde el puente lo reconfortó. Estaba cerca (¿de donde?) de aquello, de todo el ajetreo nocturno de la ciudad.

En el centro decidió entrar a un bar. Conocer a alguien; aunque fuera una posibilidad lejana, seguía siendo una posibilidad (en verdad le hubiera gustado). Parecía el más joven entre la multitud. Como pudo se acercó a la barra y pidió la primera de sus cervezas esa noche. La música no estaba mal. Sentado por fin en las sillas de la barra, pudo ver a través del espejo que suele adornar el fondo de las barras, cómo la gente se divertía. Hablaban, reían, se manoseaban, se besaban, bailaban; todos unidos en una hermandad de rostros relucientes y alegres, estaban ahí y parecían festejar el hecho de saberse en su lugar, de ser ellos sin pudor. Esa hermandad lo excluía de alguna manera (y eso le gustaba), se sentía un observador por convicción, no un simple excluido. Pidió otra cerveza y se quitó el morral, era estúpido querer estar ahí como observador con un morral en la espalda. Lo acomodó a sus pies y continuó con su ritual de observador. A su lado hombres y mujeres intercambiaban palabras, parecían comunicarse, entenderse. Supo que quería emborracharse.

La noche se le esfumó ahí dentro y también su dinero. Sin estar borracho y sin haber conocido a nadie (es decir, con los ánimos de quien no gana nunca), se encaminó de nuevo hacia el apartamento. Las calles atestadas aún, mantenían el vigor y el ritmo desenfrenado del que huía. Si en el bar se sentía un excluido por convicción, en la calle estar sin lugar era su única opción. Hubiera querido sentarse a llorar (imaginaba que a alguien le podría interesar preguntarle qué le pasaba), pero no lo hizo. En el instante en que dos siluetas se le acercaron y se fueron definiendo como dos jóvenes de rasgos árabes, se acordó de su morral, ya no lo llevaba en su espalda ni en ninguna otra parte. Los dos jóvenes pasaron a su lado y lo vieron detenidamente, lo agarraron, uno por delante y otro por detrás, aterrándolo con fuerza de los brazos, le pidieron la billetera (a duras paneas entendía lo que estaba pasando), lo golpearon en la cara y el estomago, después se alejaron corriendo con su billetera en las manos. Esperó tendido en el suelo, espero recobrar alguna fuerza, pero si se paró, fue por la necesidad de no parecer un mendigo, sus fuerzas las había devorado la ciudad. No volvió al centro por su morral, lo sabía perdido; sus pasos lo alejaron de la agitación del centro, lo llevaron por el puente de la estación, donde de nuevo se detuvo a mirar los rieles y los vagones olvidados, algunas personas esperaban un tren nocturno que los llevaría lejos de allí, lo condujeron por la ruta que antes había hecho corriendo, escapando del carro rojo, lo llevaron de nuevo al parqueadero, y finalmente a la puerta del edificio donde él lo recibiría.

La niebla desdibujaba todos los contornos esa noche, parecía una ciudad desenfocada, fantasmal, además estaba medio borracho. Se le antojó estar en una pesadilla, y de esa manera toda su desdicha cobraba sentido, había sido parte de un plan siniestro de Morfeo, la realidad no podía ser eso que acechaba en cada calle, ese miedo indefinible.

Se acomodó como pudo en uno de los escalones de entrada al edificio, el sueño vino sin darle espera, se sentía agotado y embriagado de tristeza.

Nunca oyó la puerta abrirse, a pesar del chillido que hacía. Cuando la voz de una vieja lo llamaba desde el fondo de su cabeza, una voz que podría ser la de madre o su abuela, despertó sin sobresaltos, abrió los ojos y ella estaba allí. La vieja de la sonrisa de la noche anterior lo estaba llamando, lo despertaba y lo conducía dentro del edificio, lo hacia subir las escaleras y entrar a un apartamento. Aquel lugar olía a sabanas limpias, a edredones acolchados, a sopas espesas, a viejas ilusiones. Cuando la vieja empezó a desvestirlo no opuso resistencia alguna, su cuerpo se fue descubriendo con la rapidez de unas manos arrugadas, con la agilidad de la paciencia. Descubrió su abdomen amoratado, la piel impregnada de ciudad, de humo y sudor seco. La vieja hacía su labor desprovista totalmente de deseo, era ella con sus movimientos parsimoniosos desvistiendo un maniquí. Cuando le quitó los calzoncillos, terminó de arrumar toda la ropa en el suelo y lo llevó al baño. Caminó desnudo por ese apartamento desconocido, de la mano de ella, que se hacía más joven y eterna con cada gesto. La tina estaba llena y caliente. Se miró al espejo y vio a un joven desnudo, con una mejilla herida, moretones en el cuerpo y una belleza melancólica. El contacto con el agua lo devolvió a la vida. La vieja lo dejó solo, volvió a la habitación y recogió el bulto de ropa del suelo.

Pasó mucho tiempo ahí dentro. Detalló cómo su piel se fue arrugando poco a poco. La vieja volvió y le tendió una toalla. Sintió pudor esta vez. Con la ropa que había dejado sobre una silla del corredor se vistió. Era ropa vieja, pero estaba limpia. Pensó que era la ropa de un hijo que había muerto o que se había ido de casa para siempre. Desde el corredor pudo oír a la vieja llamándolo con un nombre que no era el suyo. En el momento en que la vio metiendo comida en un morral mientras cantaba una melodía, sintió ganas de quedarse para siempre. Sobre la mesa del comedor había una nota cubriendo unos billetes.

En la calle no quiso volverse a mirar a la vieja que desde la ventana lo llamaba con ese nombre extraño. Corrió con la certeza se saber hacía donde se dirigía, el morral galopaba en su espalda y los billetes con la nota que no quiso leer, aguardaban en un bolsillo del pantalón.

La estación estaba llena de gente. Pasó por el Mc donald’s y fue al baño. Mientras orinaba un chico lo miraba a través del espejo. Salió del baño ignorándolo, no se vio en el espejo. Compró un billete en el dispensador automático y se metió en un vagón. Le hubiera gustado ponerse los audífonos y escuchar algo de Radiohead, pero su música se había extraviado con el morral negro en el bar. Pensó en una canción y mirando por las ventanillas del tren, lo paisajes de invierno, supo que quería visitar a un amigo, de seguro lo sorprendería.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

La soledad desde adentro… esa soledad un poco autoimpuesta, que nada ni nadie distinto a quien es objeto de su momentáneo interés, logrará atravesar. Ni una abuelita de generosa melancolía, ni el peligro real de un atraco o una aventura con desconocidos. Todo apenas roza su ánimo ausente… centrado –necesariamente- en alguien tan cercano como inaccesible. (Cuéntanos si entendí lo que leí).

Elaxolotl dijo...

Bueno mi comentario va hacia ningún sitio, solamente quiero que alguien me haga algunas aclaraciones, como dice mi tradicional crianza campesina, la ignorancia es atrevida, pero no importa:

1.- (...) "Caminó por entre el caudal de gente hasta encontrarse del otro lado de la calle "(...) POR ENTRE el caudal de gente, no es como PARA CONMIGO, TOCA QUE IRSE??

2.- (...)"sin perder de vista (siempre de reojo) al carro rojo" (...) A mi niñez se le antoja que en esa frase hubo una demoniaca posesión por parte de Rafael Pombo o algo así, ese versillo apareció de improviso?

3.- (...) "lo sabía perdido;" (...), la cuestión con esta es, la subrogación del auxiliar HACER con otro auxiliar SABER, obviamente, no es la única vez que aparece en el texto, pero este tiene consecuencias fonológicas Los/abía/perdido, se que es una tontería, pero leído de rapidez puede pasar, que pena, es el desocupe matutino.

Anónimo dijo...

Ja ja! ajolote estuvo brillante. Relativo a la fonología de la lectura, tenemos también las curiosas acentuaciones de los coros, que producen bellezas del tipo "Cristo va al Colón" o "y jode Marìa".

Elaxolotl dijo...

Que felices y certeros los comentarios que acá se hacen, a próposito, don cronopio, le ruego cambiar el link hacia mi blog, la molesta y comercial partícula ".blogspot" fue suprimida de su dirección original, no hay nada aún, pero habrá algo, algún día, (nótese la cuña) entonces, todos los trastes irán a parar a www.elaxolotl.com
Gracias.

Anónimo dijo...

La realidad es más llevadera si dispones de una banda sonora. El silencio es doloroso en algunas oportunidades ya que tus demonios toman la palabra.