lunes, diciembre 19, 2005

Más de lo mismo

Otra versión, con el último parrafo cambiado, espero para bien. Ahora me gusta más.

Su presencia en cada puente

El verano era grandioso. Los días empezaban a alguna hora, de eso puedo estar seguro, pero a esa hora incierta donde la oscuridad venia a ser reemplazada por un sol omnipresente, yo siempre estaba durmiendo. Sólo sé que los días empezaban mientras yo dormía allá arriba, en el cuartito improvisado que Arrigo construyó especialmente para mi estadía con él.

Cuando por fin decidía levantarme, en la casa, o más bien, en ese lugar donde Arrigo con la resignación de todo hombre viejo y solo, decidió vivir; reinaba la desolación, porque sería un eufemismo llamarle silencio. Era un lugar horrible, lo sé, pero estaría ahí por poco tiempo, mientras conseguía algo mejor en la ciudad. Yo igual nunca me sentía en casa, lo único que me hacía levantar diariamente para comprobar que el sol seguía saliendo y mi desespero por irme de ese lugar aumentando, era el paseo en bicicleta hasta la ciudad para estudiar en los pianos del conservatorio. El camino, aunque monótono, me permitía estar una hora entre sembradíos de tomate y cielos limpios que, a mi ritmo irregular y caprichoso, podía expandirse en eternas jornadas de contemplación. Además me han gustado desde siempre las variaciones; como desviarme para conocer un arroyo, meter los pies tímidamente en él y mirar hacia las copas de los árboles meciéndose desprevenidamente, o, ir hasta esa fabrica abandonada y sentir el miedo primitivo al olvido y la belleza singular de lo olvidado.

Después venían los ritmos propios de la ciudad. Parecía imposible que un puente cambiara de manera tan abrupta mi percepción del espacio. De un lado todo ese verde, ese rojo y ese azul peleando por figurar; del otro, el verano era una constante de fachadas amarillas, techos de barro y un bochorno implacable hasta en la sombra. Pero en la ciudad también se estaba bien; en sus plazas y cafés, con el aire denso y aromático que lo contaminaba todo y sumía a sus habitantes en un sueño letárgico de siestas después del almuerzo y tiempo para el ocio tras una cerveza, o varias, consumidas lentamente. De eso estaban compuestos mis días.

Al llegar al conservatorio, dejaba mi bicicleta a la entrada, después subía las escaleras y atravesaba el largo corredor hasta el fondo, donde se encontraban los salones de piano. Allí me dirigía a esa funcionaria extraña que ellos llaman “videla” y le pedía un piano. La videla, siempre distinta, solía ser una señora mayor de 60 años, que dependiendo de su estado de ánimo o sus prejuicios étnicos adjudicaba un salón de estudio. Algunas veces con un Stainway, donde me acomodaba intimidado, pero poco a poco me acostumbraba a tanto sonido que parecía increíble fuera ocasionado por mis dedos. Otras, con un piano que aunque de cola, bien podría no serlo y sonaría igual. Estos los abordaba con desinterés tocando escalas y estudios. De vez en cuando golpeaban a la puerta, casi siempre era la videla que quería cambiarme a otro piano o limpiar el teclado y abrir las persianas. Pero una vez no fue la ella.

Abrí la puerta y me encontré con un muchacho que ya había visto antes por los pasillos del conservatorio, lo recordaba bien, de andar nervioso y apurado, siempre solo. Se quedó callado al verme, forzándome a decir cualquier cosa. Hola, ¿necesitas algo?, acerté a decir toscamente. Sonrió incómodo y disculpándose, respondió que sólo quería oírme. Lo invite a seguir y aproveche para abrir las persianas y finalmente verlo bien. Era un muchacho joven, tal vez un poco menor que yo, algo rollizo, con la tez propia de los del sur, de ojos claros y aspecto infantil. Por alguna razón empecé a sentirme perturbado. Él se sentó en una silla de esas que usan los otros instrumentistas y calladísimo esperó a que me acomodara de nuevo y empezara a tocar. No supe bien si seguir con el Prokofiev, es lo que estaba tocando antes de que él llegara, aún me faltaba estudiarlo, muchas partes estaban sin armar. Sentí que debía impresionarlo. Arranque con una un preludio y fuga, me sentía como en un examen. El preludio no salió tan mal, pero en la fuga, debido al calor que hacía en el salón, mis manos sudorosas y la fuerza de su presencia, empecé a errar notas. Él pareció notar que me estaba incomodando y silencioso como hasta el momento había sido, se levantó y casi susurrando me dijo que mejor me dejaba estudiar tranquilo. Le hice un gesto con la cabeza y enseguida se fue. Me sentí estúpido.

Salí del conservatorio y pasé por el Dubliners, un bar irlandés que quedaba a solo unos pasos. Pedí una cerveza. El local estaba casi vacío, una pareja dialogaba en la barra y dos hombres solos fumaban en rincones opuestos.

La escena con el muchacho en el conservatorio no lograba encajar del todo en mi cabeza. ¿Qué lo hizo alejarse tan rápido? ¿Por qué no fui capaz de hablar un poco más, preguntarle por su nombre al menos? ¿Por que me puse tan nervioso tocando la fuga? Sentía esa situación, como mi oportunidad de haber empezado a hacer amistades en aquel lugar inhóspito y poco amistoso al cual decidí huir y la había desaprovechado. Estaba en esas preguntas y reproches, cuando en la puerta aparece, me mira y sonríe, esta vez naturalmente. Se acerca a mi mesa y se sienta en una silla antes de decir cualquier cosa. Después me alarga la mano y sin más me dice que se llama Lucca. Todo fue tan inesperado y rápido que cuando me di cuenta ya estábamos tomando una cerveza juntos. ¿Lo invité o me invitó? no podría asegurarlo. El caso es que ya estábamos ahí, sentados en la misma mesa, hablando de cualquier cosa, casi como si fuéramos viejos conocidos. Su actitud era muy distinta a la de esa tarde en el conservatorio, aunque seguía teniendo aspecto infantil, advertí que de ninguna manera se acomodaba al prototipo que me había creado de él. Ahora parecía más seguro y hablador. Supe que no era pianista, que ni siquiera tomaba clases en el conservatorio, aunque su madre si lo era. Él sólo sentía curiosidad por los músicos y a veces entraba al conservatorio y pasando desapercibido hasta para la videla, lograba acomodarse en algún rincón cerca de una ventana o una puerta para escuchar. No le gustaban los conciertos, pero si los ensayos. La cerveza se acabó y sin meditarlo pedimos otra.

Aún no era de noche pues los días eran largos, pero sabía que ya estaba tarde para irme hasta la casa de Arrigo en bicicleta, el camino no estaba iluminado y temía perderme, además la idea de pasar frente a la industria abandonada en la oscuridad, me aterrorizaba. Le dije a Lucca que tenía que irme. Después de escuchar mis razones quiso acompañarme, yo, con esa aburridora formalidad bogotana, le dije que no era necesario, y él, en cambio, con su mejor cara de seriedad italiana, me dijo que le parecía indispensable. Me empezaba a simpatizar de verdad.

El atardecer era fresco y se estaba bien afuera. Las cervezas que tomamos ya estaban dispuestas a salir y al pasar por un parque le dije que quería orinar, también yo, dijo riendo. Entramos al parque y tímidamente empezamos a orinar, uno muy cerca del otro, podía oír el sonido de su chorro golpeando contra el pasto. Yo mientras miraba hacia arriba. Las primeras estrellas empezaban a salir y por un momento me perdí observándolas. Cuando volví en sí, ya no estaba orinando y supe que Lucca había estado pendiente de toda la escena. En un ataque de pudor me apuré a guardarlo y cerré la cremallera, él no paraba de reír. Nos fuimos del parque, él sosteniendo mi bicicleta y yo caminando a su lado. Supe que no quería ir donde Arrigo esa noche, que no quería verlo preparar la sopa insípida de siempre, que no quería oírlo quejarse de cuanta cosa dijeran en la televisión, con esa manera simple de ver la vida, con ese desarraigo irreprimible con el que afrontaba los días.

Poco antes de llegar al puente me dijo que pasáramos por su casa. Es muy cerca y te quiero mostrar algo, de paso podríamos comer, ¿qué dices?, dijo algo nervioso. Tuve que aceptar, en sus palabras había implícita una súplica. Era un barrio de casas grandes, con antejardín y patio trasero, de familias adineradas y perros del más puro linaje. Su casa resultó ser la más modesta de todas, al menos en apariencia. Al llegar al porche y recostar la bicicleta en la baranda, me dijo que su mamá no estaba en casa y pareció alegrarse.

La casa por dentro no era menos modesta. Lucca me señaló el piano y con su cara transformada por una sonrisa que se me antojó hermosa, me dijo que esta vez no me haría tocar nada. No pude evitar sentirme estúpido de nuevo. Antes de poder acomodarme en alguna parte me hizo subir a su cuarto. Siempre he creído que conocer la habitación de alguien es entrar, si se saben leer los detalles, en zonas profundas de su personalidad. Lucca dormía con su madre, me confesó. Le dije que había acabado con mis esperanzas de conocerlo a través de los signos que pudiera encontrar en sus cosas, o peor aún, había complicado todo. Me respondió que la mejor manera de conocer a las personas es haciéndoles preguntas inapropiadas, no pude objetar semejante argumento y aproveché para preguntarle por su mamá, algo me hacía pensar que eso podría ser inapropiado. Me estas entendiendo, dijo para evitar responder. ¿Entonces para qué me hiciste subir? Para que vieras esto, respondió mientras sacaba de una bolsa azul de supermercado unas fotos.

Lo primero que se me pasó por la cabeza fue alejarme corriendo de esa casa, salir y olvidar la bicicleta, correr, simplemente correr hacia cualquier parte, tal vez llamar a Arrigo y decirle que me habían robado, que estaba solo y lo necesitaba. Pero lo que hice fue quedarme, quedarme a ver sus fotografías, las cuales fui pasando una a una, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba cada vez más, cómo sus manos empezaban a recorrer mi cuello sutilmente.

Lamenté que todo hubiera acabado así. Su madre había llegado. Quitó sus manos sobresaltado y bajamos sin mediar palabra a la sala. Lucca saludó esquivando la mirada de su madre y me presentó como un amigo del colegio. Clara, se llamaba. Bonito nombre, le dije, como el de una amiga en Colombia. Supe que no he debido decir eso y agregué que estaba de intercambio para justificarlo. No pareció importarle y me ofreció algo de comer. Lucca me cogió del brazo y me sacó de su casa diciéndole a Clara que ya íbamos de salida. No pude siquiera despedirme.

Desde el porche pude escuchar el piano tocado hábilmente. Quise quedarme, pero Lucca no me dejó. Te acompaño hasta el puente, después te tienes que ir solo, me dijo a manera de disculpa. Caminamos en silencio. Desde los ventanales de cada casa, en ese barrio elegante y sombrío nos llegaban escenas familiares, de esas que hace tiempo no disfrutaba. Hacia fresco. Ya estaba totalmente oscuro y del otro lado del puente no se veía nada. Cruzamos hasta la mitad, donde él paró a despedirse, alargándome la mano. Lo miré a los ojos, tenía la misma expresión de esa tarde en el conservatorio. Le di un beso en la mejilla y caminé hacia la oscuridad. Justo al pasar el umbral donde terminaba el puente y empezaba la noche en el campo, me volví para verlo. Él hizo lo mismo desde el otro extremo y sonriendo, sorprendidos por la coincidencia, nos despedimos agitando los brazos.

No lo volví a ver en el conservatorio ni en ninguna otra parte, y aunque recordaba bien donde vivía, no quise visitarlo. Lo extraño es que ahora, cada vez que paso por un puente, me veo dejándolo atrás, él en la luz, yo sumergiéndome en la oscuridad del campo y siento cómo se reinventa su recuerdo y mi soledad de entonces a cada paso. Todo puente me acerca a ese momento y sólo ese, me alejó aquella vez de Lucca.

Durante el viaje de regreso adonde Arrigo me vi enfrentado a la oscuridad del campo, a sus sonidos, a sus olores. La industria abandonada estaba allí: Sus cadenas oxidadas, sus techos amenazantes, sus sombras y sus gatos. El arroyo y su rumor casi imperceptible. Quise quedarme ahí, meterme desnudo al arroyo y esperar a que amaneciera, pero seguí pedaleando. Imaginaba la cara de Arrigo frente al televisor, con su plato de sopa ya frío sobre la mesa, esperándome.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No hay nada mejor que una bicicleta

Anónimo dijo...

Antes no tenía el último párrafo cierto?

Me gusta más sin el.

Anónimo dijo...

No, yo creo que cierra mejor así.Es muy del "estilo Irving" terminar el relato dándole continuidad auna situación que ya ocurría en un momento anterior.