viernes, octubre 14, 2005

Dos cuenticos, uno recien salido del horno, y el otro ya en la pila de desperdicios, ustedes perdonarán.

Antes del trabajo


El sonido de su voz me vino desde el sueño. Eso no lo supe sino después, claro está, cuando sentada en la cama intenté unir toda esa información que salía de la radio, nuestro despertador. Andrés Camilo Peña, el amigo de colegio de mi hijo. Todo concordaba, tenía que ser él. La descripción del accidente tuvo algo de dramatismo cinematográfico, de otra forma no tendría las imágenes tan claras: Andrés Camilo tumbado en el asfalto, boca abajo, ya algo maltrecho. Andrés Camilo intentando pararse, sintiendo dolor en todo el cuerpo. El kart de Andrés Camilo cayéndole encima, rompiéndole todos los huesos, matándolo. Tenía que ser él, el amigo de mi hijo, el que vino a comer una noche, el de los ojitos claros, el que es mucho más lindo, Andrés Camilo. No se lo diré a nadie, pienso ahora en la ducha, ni a Felipe ni a Juan Carlos. A Felipe no sé si le importe, ni se debe acordar del amigo de nuestro hijo, por esos días no hacía más que repetirse la suma que debíamos pagar por el apartamento, sacando cálculos mentales de actividades que teníamos que no hacer por un tiempo, dejar de ir al cine, cambiar el alimento del perro, pobre Baldo, llamar sólo dos veces a la semana a Osiris para que nos ayudara con el aseo, pobre yo. No, a Felipe no le importaba quien viniera a comer una noche cualquiera. Ese día sólo yo me fije en Andrés Camilo, sólo yo lo vi en toda su incomodidad de adolescente, contestando sin comprometerse más que con la cortesía a nuestras preguntas de rigor. Cómo lo pudiste traer, no pensaste acaso en tu imprudencia, todos andábamos llenos de problemas y tú tenías que traerlo, para tener que soportar su risa radiante, su mirada de animal cautivo. Quisiera quedarme bajo el agua toda la mañana, oyendo a Paul cantarle a su perra, si supiera componer le haría una canción a nuestro Baldo. Ya Viene Felipe a sacarme, si tan sólo supieras que debería quedarme acá todo el día oyendo esta música que sale de nuestra súper ducha italiana con radio, pero no lo sabes, sólo sabes que son las siete y tienes que ir a trabajar, y que me dejarás a mí en el trabajo y que iremos a almorzar juntos, y más tarde, otra vez los dos en el carro, escuchando la radio para evitar tener que decirnos algo, para disimular nuestra aburrida vida, pensaré en Juan Carlos, cada vez más lejano, y en las cosas que nunca te cuento, que nunca te contaré.

Despertarse con esta emisora ya no me parece tan buena idea. Quien quiere saber como muere el joven promesa del kartismo colombiano aplastado por su propio kart. Recuerdo cuando vino a comer una noche con Juanca; sus modales falsamente impecables, la cortesía vulgar por soportar nuestra modestia, nuestras ganas de sobrellevar la situación dignamente. Esa noche Clara estaba muy rara, pero no le pregunté nada, sabía que él la había subyugado de alguna forma, cuando fue a llevarle cobijas para que se acomodara en el sofá y se quedó viéndolo quitarse el pantalón a través del espejo del corredor, no sabía que yo la vigilaba, que me gustaban sus silencios y sus misterios de mujer discreta. Esa noche se levantó a tomar agua. Me hice el dormido como siempre y espere a que volviera para abrazarla, sorprendiéndola. Volvió agitada y se alejó de mí, ni siquiera intenté el abrazo. Clara se me va en esta cotidianidad de días que no cambian, estáticos, como en un tiempo suspendido, que nos envejece y nos separa cada vez más, hasta hacernos irreconocibles, sombras que se encuentran en los claroscuros de la vida. Y ahora viene Paul con sus canciones insulsas que tanto le gustan a clara. Me la imagino en la ducha, alegremente desnuda, cantando a viva voz, me la imagino, porque hoy no va a cantar, así sea la canción que mas le gusta, hoy no tiene ganas de cantar y no las tendrá en todo el día. Mejor la saco ya de su idilio musical o sino querrá quedarse ahí metida una eternidad.

Son ridículas estas ganas de llorar, sobre todo cuando vienes desnudo a sacarme de la ducha y no quiero que lo sepas, pero es irreprimible. Basta, no me toques, estoy bien, sólo que esa canción me hace llorar, no es que esté sensible imbécil, es que no tienes ni idea. Ya se me pasará, no finjas preocupación, además mírate, qué imprudentes tus ganas de hacer el amor. No sé desde cuando empecé a odiarte Felipe, pero ese día, cuando fui a tomar agua, no quise volver contigo, quise quedarme en el sofá, con Andrés, preguntarle por qué lloraba y secarle las lagrimas que ya empezaban a bajarle por las mejillas. Es que no sabes nada. Pero que te digo yo de ganas imprudentes de hacer el amor, cómo si ese día no hubiera sido yo la que se acostó a su lado, la que lo abrazó maternalmente y quiso quedarse allí, tocándolo.

Ya lo sé clara, no hace falta que me lo digas. Tú tampoco sabes nada. Yo oí sus sollozos, que mas tarde serían gemiditos, y no, no dormía porque te quería cerca para poder abrazarte, pero cuando volviste no querías nada, y la verdad yo tampoco. Dejémoslo así, no quiero que Juanca se entere, no de está forma, ya le dirán sus amigos, pero no tiene porque enterarse ahora mientras tu lloras desconsolada. Déjame bañar mujer, ya se te pasará. Más bien cambia de emisora que ya no quiero saber nada de la estupidez del mundo, pon tus canciones y cántalas, eso siempre te pone alegre, por mi no te preocupes, igual ya lo sabía, deja de llorar.

El parque de noche


Bajar corriendo las escaleras. Salir de casa sin despedirme. Caminar deprisa hasta el parque y observar a los niños jugar, con la mirada de un lado a otro, para aquí y para allá; dejándome embriagar por tanta luz y tanta sombra en esta noche sin luna. A la derecha encuentro los columpios y los demás juegos de niños: pasamanos, arenera, rodadero, llantas pintadas de azul y amarillo, algunas golosas desdibujadas, plasmadas sin rigor en el suelo áspero del parque; a la izquierda, un remedo de cancha de fútbol. ¡Pero si a esta hora no hay niños! ¿Acaso pensaba encontrar niños jugando? No, a esta hora no hay nadie en el parque, y en los columpios nunca juegan los niños porque están encharcados y a los niños ya no les gusta estar sucios todo el día. Además sólo uno de los columpios funciona. Los otros fueron desprendidos a punta de pata y mal uso por los chicos mas grandes del barrio, los acabaron pateándolos mientras tomaban, gritaban, bailaban y no dejaban dormir a nadie. Sólo hay un columpio funcionando, hace un ruido insoportable pero funciona. Hace tanto ruido que hasta se alcanza a oír desde mi casa. En algunas noches el viento lo hace mover en un balanceo que parece no tener fin, y así yo esté durmiendo, me despierto ahí mismo y corro a la ventana para ver hacia el parque, para ver al columpio allí; meciéndose una y otra vez, de aquí para allá en medio del parque que a esa hora está siempre solo. El ruido de su vaivén oxidado me desvela. Cuando era un niño, me asustaba aquel ruido chillón que salía de ese armatoste, pero ahora es solo el ruido metálico y monótono de siempre. Los parques de la ciudad han cambiado. Los fuertes ahora son de plástico y parecen sacados de una tira cómica, las areneras tienen arena, no barro, y los rodaderos vienen en formas más osadas y divertidas que el de este parque miserable. Todos los parques de la ciudad han cambiado menos este. Hoy no me desperté por el ruido del columpio, hoy no podía dormir, llevaba horas dando vueltas en la cama, pensando y pensando. La almohada se calentaba hasta que no aguantaba más el calor y le daba la vuelta, el nuevo lado también se calentaba, entonces le volvía a dar la vuelta. Mi noche se consumía de esa forma, en un sin sentido perpetuo, y pensé que así también se consumía mí vida; por eso salí corriendo de mi cuarto, bajé las escaleras, y me alejé de la casa sin despedirme ni pensar en nadie. El parque de día, aunque parezca haber sido arrasado por una bomba atómica, adquiere algo de vida con los niños que juegan fútbol, que intercambian canicas, que corren y ríen con sus caras sucias. Yo ya hace un tiempo que no sé lo que es reír. El parque de noche es un lugar sombrío. Parece que el retumbar de los gritos y carcajadas de los niños que vienen durante el día permaneciera hasta la noche. El parque de noche se asemeja a un cementerio sin visitantes. Ahora escucho el maldito rechinar del columpio mientras el viento arrecia y me trae a la cara una nube de polvo. Todo es triste en este barrio. No sé que voy a hacer. Me encuentro tirado en una esquina, entre la acera y el asfalto mirando mis zapatos. Me da por ir donde Juan, quiero hablar con él, necesito de su presencia. Me paro y camino hacia su casa. En el trayecto un par de borrachos intenta detenerme con insinuaciones que no caben en ningún momento, menos en esta noche. Acelero el paso y los dejo atrás justo en el momento en que uno de ellos se abría la bragueta y… no quiero pensar en eso, yo lo que quiero es hablar con Juan, y me importa un pepino que tenga que despertar a su familia, en esta noche no puedo hacerle concesiones a la formalidad, se trata de mi salud mental y sólo Juan puede ayudarme. La casa de Juan es una de las más lindas del barrio, lo que no dice nada porque en este barro todos somos pobres y nuestras casas son de pobres. Igual es la casa en donde Juan y yo hemos sido amigos, por eso me gusta. El camino se hace más largo que de costumbre y empiezo a perder la paciencia, he tenido paciencia toda mi vida. Correr, correr purifica. Corro y me purifico con el cansancio. Golpeo en todas las casas, hago un alboroto en esa cuadra. La gente piensa que estoy borracho, pero no; estoy loco y necesito hablar con Juan. Decido tranquilizarme, al menos para ellos, los que se impacientan desde sus ventanas, y me encamino de nuevo hacia la casa de Juan como si fuera una situación normal. La gente me deja ir, tiene sueño. La casa de Juan por fin aparece, me agarro al timbre y grito su nombre. Juan, tengo algo que decirte, baja que es importante y no puede esperar, es sobre los niños y el parque, y el columpio, es sobre este barrio y sobre nosotros, Juan, baja rápido que me estoy enloqueciendo. Mientras grito todo eso una luz en el segundo piso se enciende, después se abre la ventana y una vieja de cara arrugada me mira con desconfianza. Yo le pregunto por Juan. La vieja se hace la que no entiende, observa el reloj de su muñeca y vuelve el rostro hacia adentro. Yo la instigo con más gritos a responder, pero la vieja desaparece de la ventana. En su lugar una joven me dice que espere que ya baja. Yo espero aunque me desespere por saber qué es lo que pasa. La puerta se abre y la joven me invita a seguir y me dice que ya llamó a mí casa. Pero Juan, dónde está Juan. No hay respuesta. El desconcierto se apodera de mí y vuelvo a gritar su nombre. Nada. Sólo la voz de la vieja diciendo que si acaso aún no me había enterado de que Juan estaba muerto desde hace un año, y la joven poniéndose un dedo en frente de la boca y diciéndole a la vieja: cállese que después le explico.

1 comentario:

EL ATEO dijo...

Buen blog, me quedare leyendo un rato mas, saludos y gracias por tomarte la molestia del mail...