jueves, octubre 06, 2005

Para las setecientas del ego, ya sé que no ganaré, así que mejor la publico yo mismo



Siempre pensé que escribir sobre mí sería fácil. Es lo que siempre he hecho. Hablar de mí y pensar el mundo desde mi yo dislocado y a veces centrado, pero sobre todo dislocado. Ese yo que desde los 17 años ha estado escribiendo desordenadamente y ha dejado arrumar sus textos en un rincón del armario, al lado de los calzoncillos, entre las camisetas y los pantalones. El que hace poco vio publicado un cuento suyo en un periódico insignificante de estudiantes universitarios, para el que colabora, y no ha podido dejar de pensar en lo torpe de su prosa, en lo inútil de sus reflexiones, en lo inocuo de sus pensamientos. Ese mismo que iba dejando tirados fragmentos de su nimia obra, en papelitos sacados de libreticas inmundas, prestadas por alguna de esas niñas que gustaban de cargar cositas inservibles e inmundas. Era la época del colegio, la del tedio y la modorra. Pero nada ha cambiado mucho, el tedio se convirtió en angustia y la modorra en insomnio, madurez, supongo. Ya no son papelitos, claro está, la cosa es mucho más seria, aunque la seriedad no ha acabado de ninguna manera con el problema. No es qué escribir; eso lo tengo solucionado, nada más miren lo que leen ahora mismo, es cómo hacerlo. Mis primeros relatos fueron patéticos, intentos e intentos de rotundos fracasos. Quería escribir como Cortazar, de hecho es él el culpable de que me encuentre a las dos de la mañana, frente a una pantalla cada vez menos inmaculada, debatiéndome ante mis imposibilidades creativas. Después, ya en la universidad (estudiando en el lugar equivocado), me metí a una clase de taller literario. Fue allí donde por primera vez me enfrenté a la crítica, con mis dos cuartillas de una novela futurista, leídas de cualquier manera por alguien sin mucho interés en mis conflictos existenciales, ambientados en una Bogotá de subterráneos y drogas extrañas. No sobra decir que esa novela no pasó nunca de sus dos cuartillas iniciales. A la gente le gustó, aunque no supieron que decir. Después vino el viaje, que merecería una mención especial, un año en Europa no es cualquier cosa, pero pavadas de gente que se ha ido a vivir a Europa, ya se han escrito muchas. Desde mi regreso, a pesar de no estar entregado ni al estudio ni al ocio, he logrado escribir algo, un algo que aún no es nada, pero que al menos comienza a gustarme. Lo primero que hice, fue deshacerme de mi culpabilidad homosexual, y lo hice escribiendo cuentos de maricas, digamos. Mis padres no tardaron en encontrar lo que yo escribía y dejaba insinuantemente a la vista de cualquiera; no por provocador, por simple descuido. No eran relatos eróticos, pero era evidente que quien los escribía no tenía reparos en expresar su sexualidad, no en el papel. Con los relatos encontrados fue suficiente, mis padres se enteraron y todo se dio, con algunos traumatismos, es cierto, pero nada que tras una semana no fuera olvidado. La vida continuaba. Mi vida sexual dejó de ser tan importante cuando por fin empecé a tener vida sexual. Cortazar continúa siendo un paradigma. Primeros párrafos de posibles novelas se van multiplicando en esa carpeta que llamé “mis escritos”, los leo obsesivamente, buscando falencias y aciertos, pero ante todo sus mentiras. Odio la ficción cuando se sabe ficción y me odio por escribirla. Ahora ando en un grupo de cuentistas sin talento, soy el más joven. Pretendemos publicar un libro con dos cuentos de cada uno, nos reunimos mensualmente para leer lo que hemos hecho y decir algo, opiniones, generalmente inútiles, de lo que escribimos. No sé cual podría ser el título del libro, pero creo que el justo: “Cuando falta el talento, sobran las palabras”, no se vendería muy bien. O quién sabe. Yo sé quien sabe, Cohelo. Lo que me queda es terminar esto de alguna manera, imprimirlo y colocarlo en mi pila de textos, en el rincón del armario junto a los otros, al lado de los calzoncillos, entre las camisetas y los pantalones, mañana continúa la vida.

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