domingo, octubre 23, 2005

Este cuento ya se publico en papel, en el periódico de los estudiantes de la Universidad Nacional, y ahora lo publico aca, corto, como es usual

MANTRA

Quiero contar hasta cien con los ojos bien cerrados y esperar que no estés más allí cuando vuelva abrirlos. Dejarme llevar por el mantra numérico que desde el cero hasta el nueve me mostrará el camino unívoco de su lógica y después me obligará a querer combinar infinitamente los mismos diez dígitos que yo caprichosamente haré terminar en cien, y por puro capricho también cerraré los ojos creyéndome un monje budista y murmuraré internamente cien palabras que empiezan a ser ciento uno si pienso empezar desde el cero. Cero, uno, dos. Verme en el viejo barrio contando en la oscuridad, sufriendo el castigo del que cuenta, sintiendo los correteos de los niños que detrás de postes y matorrales esperan hacerse invisibles para no tener que contar jamás, porque el que cuenta sabe que algo pasará cuando termine de contar. Un fusilamiento, el lanzamiento de un cohete, los días en una prisión, el último plazo para aguantar la respiración bajo el agua en una piscina de balneario con los primos o el hermano, o contigo, que mágicamente desapareces entre los números. Veinte, veintiuno, veintidós. Porque aunque me proponga contar para siempre el momento de mi muerte será también el final de mi conteo, el número que la preceda inmediatamente será también el que defina la razón de contar, el que dará sentido a esa tarea absurda. Treinta y dos, treinta y tres. Sentir cómo las palabras se articulan en mi mente y cómo las pronunció sin mover la boca, en ese placer enfermizo de contar para todo: en la tina mientras aguanto la respiración, en el bus que repta trabajosamente para llegar a tu casa, cuando presiento la taquicardia y debo comprobarla numéricamente, para que sea real, más real que lo que siento. Cincuenta y seis, cincuenta y siete. Cada vez más cerca del final, vislumbrándote tras mi ridícula manía, sabiendo que sabes lo estúpido que puedo llegar a ser cuando me escudo en los números y espero a que mi capricho defina un sentido, que termine o empiece con algo, que se decida finalmente a salir de mis números y entre en el mundo tuyo, allá en la extraña zona de tus propios números, los que con ansias aspiro entender para poder contar. Setenta y tres, setenta y cuatro. La angustia de lo inexorable, del fin de mi arbitrario proceder y de saber que seguirás ahí, aunque mi conteo se prolongue por toda la noche, aunque decida contar hasta quedar dormido. Cada vez más cerca de eso, de volverte a encontrar fuera de mi mundillo lógico de ciento un peldaños equidistantes, de saberte vivo otra vez, pero allá, lejos de mí. Noventa y nueve, cien. Sé que ahí estas, y este no es el fin. Cero, uno…

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